martes, 17 de julio de 2007

Soriano, a diez años de su muerte

Hoy quiero recordar a mi amigo el Gordo Soriano, con un cuento que lleva su sello, a diez años de su muerte. Cuando en lo mejor se lo llevaron, quien sabe adónde, en la plenitud de su literatura popular.


Mecánicos
Osvaldo Soriano

Mi padre era muy malo al volante. No le gustaba que se lo dijera y no sé si ahora, en la serenidad del sepulcro, sabrá aceptarlo. En la ruta ponía las ruedas tan cerca de los bordes del pavimento que un día, indefectiblemente, tenía que volcar. Sucedió una tarde de 1963 cuando iba de Buenos Aires a Tandil en un Renault Gordini que fue el único coche que pudo tener en su vida. Lo había comprado a crédito y lo cuidaba tanto que estaba siempre reluciente y del motor salían arrullos de palomas. Me lo prestaba para que fuera al bosque con mi novia y creo que nunca se lo agradecí. A esa edad creemos que el mundo solo tiene obligaciones con nosotros. Y yo presumía de manejar bien, de entender de motores, cajas, distribuidores y diferenciales porque había pasado por el Industrial de Neuquén.
Antes de que me fuera al servicio militar me preguntó que haría al regresar. Ni él ni yo servíamos para tener un buen empleo y le preocupaba que la plata que yo traía viniera del fútbol, que consideraba vulgar. A mi padre le gustaba la ópera aunque creo que nunca conoció el Teatro Colón. Venía de una lejana juventud antifascista que en 1930 le había tirado piedras a los esbirros del dictador Uriburu, y conservaba un costado romántico. Cuando le dije que quería seguir jugando al fútbol, lo tomó como un mal chiste. Me aconsejó que en la conscripción hiciera valer mi diploma de experto en motores para pasarla mejor. Siempre se equivocaba: fue como centro-delantero que evité las humillaciones en el regimiento. Cualquiera arregla un motor pero poca gente sabe acercarse al arco. La ambición de mi padre era que yo conociera bien los motores viejos para después inventar otros nuevos. Igual que Roberto Arlt, siempre andaba dibujando planos y haciendo cálculos. Una tarde en que me prestó el Gordini para ir al bosque me anunció que al día siguiente, aprovechando sus vacaciones, lo íbamos a desarmar por completo para poder armarlo de nuevo.
Yo no le hice caso pero el se tomó el asunto en serio. En el fondo de la casa tenía un taller lleno de extrañas herramientas que iba comprando a medida que lo visitaban los viajantes de Buenos Aires. Como no podía pagarlas, los tipos entraban de prepo al taller, se llevaban las que tenía a medio pagar y de paso le dejaban otras nuevas para tenerlo siempre endeudado. Había algunas muy estrambóticas, llenas de engranajes, sinfines, manómetros y relojes, que nadie sabía para que servían.
A la madrugada dejé el coche en el garaje y me tire en la cama dispuesto a dormir todo el día. Pero a las seis mi viejo ya estaba de pie y vino a golpear a la puerta de mi pieza. Mi madre no me permitía fumar y el entrenador tampoco, así que cuando me ofrecía el paquete yo sonreía y lo seguía por el pasillo poniéndome los pantalones. Caminaba delante de mí, medio maltrecho, y lo sorprendía que yo pudiera saltar un metro para peinar la pelota que bajaba del techo y meterla por la claraboya del taller.
--Sos un cabeza hueca--me decía.
Se reía con Buster Keaton y leía La Prensa, que le prestaba un vecino. Tal vez había envejecido antes de tiempo o quizá se enamoró de una mujer intocable en uno de esos pueblos perdidos por donde nos había arrastrado. Nunca lo sabré. Mi madre ha perdido la memoria y apenas si recuerda el día en que lo conoció, ya de grande, en las barrancas de Mar del Plata.
Me miró y dijo: "Vamos a desarmar el coche. Después, cuando lo volvamos a armar, no nos tiene que sobrar ni una arandela, así aprendés". Era un día feriado, sin fútbol ni cine. Hacía un calor terrible y a mediodía el cura del barrio se presentó a comer gratis y a ver televisión. Pero antes de que llegara el cura mi padre me pidió que eligiera por donde empezar. Parecía un cirujano en calzoncillos. Sudaba a mares por la piel de un blanco lechoso que yo detestaba. Al agacharse para aflojar las ruedas del Gordini se le abría el calzoncillo y las bolsas rugosas bajaban hasta el suelo grasiento. Puso tacos de madera bajo los ejes y empezo a sacar tornillos y tuercas, bujes y rulemanes, grampas y resortes. A mí me daba bronca porque creía que nunca más iba a poder llevar a mi novia al otro lado del río y entre los árboles.
Igual ataqué el motor con una caja de llaves inglesas, francesas y suecas. A mediodía, cuando el cura asomó la cabeza en el taller, ya teníamos medio coche desarmado. Los dos estábamos negros de aceite y habíamos perdido por completo el control de la operación. Mi padre había desmontado todo el tren delantero, la tapa del baúl, el parabrisas, y asomaba la cabeza por abajo del tablero de instrumentos. Atrás, yo había sacado válvulas y culatas y trataba de arrancar el maldito cigueñal. De vez en cuando mi viejo gritaba "jCarajo, qué mal trabajan los franceses!" y arrojaba el velocímetro sobre la mesa mientras arrancaba con furia el cable del cebador. El cura nos miraba perplejo con un vaso de vino en una mano y la botella en la otra y de pronto le preguntó a mi padre cuántas cuotas llevaba pagadas. Ahí se hizo un silencio y el otro casi se pierde los tallarines gratis:
--Doce-- le contestó de mal humor mi viejo, que era devoto de cristos y apóstoles . Y con la ayuda de Dios todavía tengo que pagar otras veinticuatro.
Tardamos tres días para convertir al Gordini en miles y miles de piezas diminutas y tontas desparramadas sobre la mesada y el piso. La carcasa era tan liviana que la sacamos al patio para lavarla con la manguera. La segunda tarde mi madre nos desconoció de tan sucios que estábamos y nos prohibió entrar a la casa. Dormíamos en el garaje, sobre unas bolsas, y allí nos traía de comer. Vivíamos en trance, convencidos de que un técnico diplomado en el Otto Krause y un futuro conscripto de la Patria no podían dejarse derrotar por las astucias de un ingeniero francés. Fue entonces cuando mi padre decidió comprimir el motor y aligerar la dirección para que el coche cumpliera una performance digna de su genio. Hizo un diseño en la pared y me preguntó, desafiante, si todavía pensaba que el fútbol era mas atrayente que la mecánica. Yo no me acordaba cual pieza concordaba con otra ni qué gancho entraba en qué agujero y una noche mi padre salió a buscar al cura para que con un responso lo ayudara a rehacer el embrague. Al fin, una mañana de fines de febrero el coche quedó de nuevo en pie, erguido y lustroso, más limpio que el día en que salió de la fábrica. Lo único que faltaba era la radio que el cura nos había robado en el momento del recogimiento y la oración.
Le pusimos aceite nuevo, agua fresca, grasa de aviación y un bidón de nafta de noventa octanos. Hacía tiempo que mi padre había perdido los calzoncillos y se cubría las verguenzas con los restos de un mantel. Mi novia me había abandonado por los rumores que corrían en la cuadra y mi madre tuvo que lavarnos a los dos con una estopa embebida en querosene. En el suelo brillaba, redonda y solitaria, una inquietante arandela de bronce, pero igual el coche arrancó al primer impulso de llave. Mi padre estaba convencido de haberme dado una lección para toda la vida. Adujo que la arandela se había caído de una caja de herramientas y la pateo con desdén mientras se paseaba alrededor del Gordini, orgulloso como una gallo de riña. Después me guiñó un ojo, subió al coche y arrancó hacia la ruta. A la noche lo encontré en el hospital de Cañuelas, con un hombro enyesado y moretones por todas partes.
--Andá--me dijo--. Presentate al regimiento como mecánico, que te salvas de los bailes y las guardias.
Ese año hice mas de veinte goles sin tirar un solo penal. Por las noches leía a Italo Calvino mientras escribía los primeros cuentos. Mi viejo sabía aceptar sus errores y cuando publiqué mi primera novela, y me fue bien, se convenció de que en realidad su futuro estaba en la literatura. Enseguida escribió un cuento de suspenso titulado La luz mala, que inventó de cabo a rabo. Como Kafka, murió inédito y desconocido de los críticos. Por fortuna para el su único enemigo, grande y verdadero, había sido Perón.

domingo, 1 de julio de 2007

Voraces

Editorial
Enviada por El Chino



- ¡Peronista!
- Más peronista serás vos.

Desde la ventana puede ver cada día la erección de la Municipalidad. Como un pene majestuoso, la torre art-decó se levanta entre los árboles amorronados de la plaza 25 de Mayo y queda flotando sobre las copas, desafiando las hilachas de hielo del atroz invierno que cae implacable y mudo. Es sábado. 18.30. El candidato eternum está adormecido en el sillón con el borrador de su próxima conferencia en el piso. Es un apunte sobre la muerte del actual gobierno y la mejor forma de abordarlo. Las últimas semanas estuvieron plagadas de pensamientos indeseables sobre la fatalidad de las elecciones y él no ha hecho otra cosa que pensar en eso. Siente cada minuto como el último para torcer la voluntad de la gente. Tiene el salvavidas puesto. Pero el capítulo II del apunte aclara sus convicciones: su próxima candidatura para las elecciones de octubre ya está decidida.


El candidato eternum se apoya en la confianza que le da su equipo de trabajo y allí reside su peor táctica. Cada uno tiene un rol definido, y todos se articulan como engranajes de un mecanismo aceitado durante años, que le ha dado a la comunidad los períodos más desafortunados y angustiantes de la política moderna. Sus alfiles se han encargado de acusar al gobierno con las calificaciones ya acostumbradas: corrupción, falta de transparencia, hipocresía, perversión, inmoralidad, deshonestidad, ineptitud, autoritarismo, desorden, incapacidad, incompetencia; materia prima abundante en el pasado.

El candidato eternum no es malo, pero ha dejado en manos de personajes lamentables el desarrollo de un sistema profesional de descalificaciones que sólo han logrado desprestigiarlo y erosionarle su carrera política.
¿Nadie le dijo al candidato eternum que el peso de la denuncia es directamente proporcional a quien la formula? Qué si Villamañe denuncia, la gente le va a creer -o no- a Villamañe, independientemente de la gravedad de la denuncia. Su verosimilitud está adherida a la marca Villamañe. Es la reputación de quien denuncia la que está en juego y, como tal, la credibilidad de la misma. Qué lastima que nadie se lo dijo al candidato eternum.


¿Cuál será la propuesta de PJ para disputar las elecciones? ¿Qué dirán las instituciones sociales sobre el pasado justicialista en el gobierno? ¿Qué dirán los vecinos que van a la Municipalidad a pagar sus impuestos? ¿Qué pensarán los que hoy critican a Vissani cuando tengan al candidato eternum sentado en el sillón de Carricart?

Tomarse en serio la encuesta de MiChaves sobre quien debe ser el candidato a intendente es como hacerle un avión a un niño y decirle que con el puede sobrevolar los árboles (los hackers partidarios son tan conocidos en el pueblo como burdos en su actuar). Sin embargo, la gente está en otra cosa: sólo los políticos asisten a un debate donde están incluidos los medios de comunicación, los políticos, sus esposas, y los allegados de sus esposas. Hay debates que sólo están en la mente de ellos, y creen que los vecinos sólo hablan de eso. Pero no es ingenuidad, en todo el territorio se da el mismo fenómeno: hay debates que sólo existen en los medios de comunicación.

EN OFF

(el chisme de la cena de Calle 11)
Dos mesas más al norte del amplio salón de Luz y Fuerza, el veterano senador fumaba aburrido y ni siquiera atinó a levantar la cabeza cuando le avisaron que Vissani se presentaba nuevamente a elecciones en octubre. Estaba resignado. Su mujer le alcanzó una copa de champán y con un ademán le suplicó que quería irse. Sus alcahuetes lo miraron sorprendidos cuando él se levantó y caminó despacio hasta el guardarropa. Media hora antes, el veterano senador no podía creer lo que escuchaba. Ante sus ojos se desperezaban descaradamente las mismas ideas que habían llevado a la ruina al partido del General. Las mismas técnicas, la misma forma de llegar a la gente, el mismo manejo impiadoso de los que no tienen voz, la misma cultura corporativa de desestabilización y la misma sensación de jugar con el olvido de los votantes. Nadie había cambiado. Y se asustó cuando se dio cuenta que era él el que había educado a esos hombres sin ideas. Y recordó el editorial del domingo: “Ni Correa ni Santillán resisten un archivo”.